Locuras de arbitrista

Cuatro siglos de diferencia entre dos Españas que en realidad siguen pareciéndose mucho…

Aquellos tipos adustos que adoptaban terno negro, golilla y gesto grave; severos memorialistas instalados en torno a la decadencia del 1600, gozaron siempre de mala prensa. Se les decía “arbitristas” por su costumbre de representar al Rey los males de aquella monarquía y los por veces peregrinos remedios que se les ocurrían para remediarlos.

Para la población avisada, los arbitristas eran a menudo juzgados como tristes charlatanes de poco seso, capaces de presentar a la consideración del Consejo de Castilla las soluciones más disparatadas y carentes de fundamento que se pudiera imaginar. Cuenta Cervantes por boca de Berganza en “El coloquio de los perros”   cómo entre los recluidos en el Hospital vallisoletano de la Resurrección había podido ver a un alquimista, un poeta, un matemático, y “uno de los que llaman arbitristas”. Para Quevedo, los arbitristas eran unas veces locos universales y castigo del cielo (Fortuna con seso),  cuando no charlatanes embargados por la mayor de las estupideces. En el mismo Buscón el arbitrista que charla con Don Pablos pretende convencerle de la posibilidad de ganar Ostende secando el mar con esponjas…

Claro que cuando uno repasa la lista de tanto desnortado como había dirigiendo memoriales a los austrias menores, se encuentra con nombres que en nada se corresponden con la imagen tradicional del arbitrista Así, de entre todos estos pensadores más o menos económicos a los que nadie hizo nunca el menor caso, puede que Martín González de Cellorigo, siendo de los menos conocidos, resulte uno de los más audaces en su pensamiento al rechazar el bullonismo premercantilista dominante, es decir, la idea de que un estado era tanto más próspero cuantos más metales preciosos fuese capaz de acumular. Para Cellorigo no se trataba de acumular moneda de buena ley, sino de emplearla en producción razonablemente rentable: “Que el mucho dinero no sustenta a los Estados, ni está en él la riqueza de ellos”. Todo un hallazgo que probablemente muchos ya intuían, no en vano los arbitristas llevaban décadas clamando contra la falta de manufacturas, el exceso de clérigos y la pervivencia de estorbos notorios para el comercio como la Mesta o los malhadados puertos secos. Pero fue probablemente Cellorigo el primero en expresarlo con tal claridad, incluso antes que el francés Montchrestien, acabando así con la hegemonía de una doctrina errónea:

“La riqueza ha andado y anda en el aire, en papeles y contratos, censos y letras de cambios, en la moneda, en la plata y en el oro, y no en bienes que fructifican y atraen a a sí como más dignos las riquezas de afuera, sustentando las de dentro. Y así el no haber dinero, oro, ni plata en España es por haberlo, y el no ser rica, es por serlo” (Memorial de la política necesaria y útil restauración de España, 1600)

Elegante remate en paradoja que venía a resumir los males del siglo y apuntaba conceptos como la industriosidad para enmendarlos, ojala Quevedo le hubiese leído, diríamos algunos. Tal vez de esa manera se hubiese podido prestar algún remedio a la naturaleza social de España, que, contenta con la herencia del tío de América, quien podía no producía y quien tal vez quisiera no podía, tales eran las trabas administrativas y de mentalidad colectiva que les rodeaban. En palabras del mismo Cellorigo: No parece sino que se han querido reducir estos reynos a una república de hombres encantados que vivan fuera del orden natural”.  Vamos, la “cultura del ladrillo” avant la lettre.