De ciudades y espíritus

Sobre la idiosincrasia,la historia y el sentimiento de pertenencia a una ciudad y a sus características ancestrales.

“Nuevas tierras no hallarás, no hallarás otros mares.
La ciudad te seguirá.
  Cavafis: “La ciudad”

 

Hay quien sostiene que la ciudad de cada quien es en realidad siempre la misma, que todas las ciudades son la misma ciudad mil veces repetida. Pero hasta Konstandinos Cavafis, tenido por uno de los padres del aserto, confesaba preferir su Alejandría a las demás, como Albert Camus amaba su grisácea Orán o Paul Auster el incomparable y multicultural Brooklyn. Cavafis, claro es, había dado con unos versos afortunados que no estaba dispuesto a desechar, aunque en el fondo supiese, como sabemos todos, que la ciudad a la que pertenecemos forma parte esencial de nuestro ser. Es así que prefiero pensar, como creía Montesquieu, que el ambiente, el clima, la amalgama específica de humores entre los que uno se cría, se imbrican de tal modo en nuestra realidad que nadie podría explicarnos sin aclarar antes nuestros orígenes: “Varias cosas gobiernan a los hombres —nos recuerda el filósofo francés en el Espíritu de las Leyes: el clima, la religión, las leyes, las máximas del gobierno, los ejemplos de las cosas pasadas, las costumbres, las maneras (…) De ello resulta la formación de un espíritu general” .

Es sabido que desde el venturoso día en que el arquitecto natural de Coimbra  Gaio Servio Lupo grabó a cincel la leyenda «MARTI AUG. SACR G. SEVIUS LUPUS ARCHITECTUS AEMINIENSIS LUSITANUS EX Vº»; al mismo pie de la Torre de Hércules, aquel FarumHac Luce, fue señal de que la ciudad estaba allí para reclamarnos, para hacernos testigos de la Historia desde los tiempos felices y pacíficos en los que se navegaba el atlántico en busca del estaño de Cornualles.

 

Los primeros burgueses del Medievo, los mismos que retomaron la vida urbana tras los siglos oscuros, se enorgullecían de proclamar aquella máxima tan cierta que aseguraba: “el aire de la ciudad te hace libre”. Y así era, sólo lejos del castillo, del cenobio feudal, bajo la protección del lejano rey —el poder cuanto más lejos, mejor—; los hombres podían aspirar a volver a serlo, eludiendo gabelas y servidumbres. Y así nació La Coruña, con fueros y libertad.  Mientras otras villas del entorno vivían bajo la sujeción de los señores, los coruñeses pescaban y comerciaban sin ataduras, sentando los cimientos de ese ser coruñés que sería ya y a partir de entonces marca de la villa y signo visible de sus habitantes. Hoy, paseándome sin prisa entre sus rincones me digo que nada de lo pasado ha sido baladí, que todo cobra sentido, que si nuestra amada ciudad ha pervivido a lo largo de dos milenios, portando orgullosa la antorcha de la Libertad, bien lo podrá hacer otros tantos, al menos mientras dignos hijos suyos sigan tomándose la molestia de glosar su historia y recordarnos dónde reposan las raíces que nos aportan la sabia necesaria para seguir trazando esa urdimbre de industria y pensamiento que no se detiene jamás.

 

Cuando Francisco Tettamancy quiso justificar la redacción de sus célebres “Apuntes para la historia comercial de La Coruña”, dejó bien claros los motivos que le movían a hacerlo, quería regalarnos el fruto de su esfuerzo:”rindiendo de esta forma un tributo al pueblo que mereció nuestra cuna, patria de los amores y de todas las afecciones de nuestra alma”; créame el amable lector si le digo que esta ha de ser la motivación que nos asista.