Interesante visión,desde el punto de vista político y económico,de algunos aspectos comparativos entre Canadá y España.
“¿Esta usted de acuerdo con que Québec llegue a ser soberano después de haber hecho una oferta formal a Canadá para una nueva asociación económica y política en el ámbito de aplicación del proyecto de ley sobre el futuro de Quebec y del acuerdo firmado el 12 de junio, 1995?” Con ésta enrevesada pregunta se desayunaron los quebequeses el 30 de octubre de 1995, con el fin de decidir democráticamente el futuro de su territorio y la relación que deseaban mantener con el estado canadiense. No era la primera vez, el 20 de mayo de 1980, los independentistas del Québec, liderados por aquel René Levesque tan interesado en implantar “inspectores lingüísticos” en la zona francófona del Canadá, habían forzado ya una primera votación, obteniendo para su causa algo más del 40% de los sufragios. El porcentaje de partidarios del secesionismo alcanzó en la consulta de 1995 nada menos que el 49,42% de votos afirmativos, quedándose a escasas décimas de lograr su meta. Todo parecía indicar que de producirse una tercera consulta, los québécois terminarían por alcanzar la independencia, pero en política, Rajoy debería apuntárselo, nada está escrito.
Llegada la crisis, los canadienses comprendieron muy pronto que las alegrías festivo-culturales de raíz y el jolgorio nacionalista, hijos predilectos de la subvención pública, tienen mal asiento en tiempos donde lo único que ha de preocupar a un gobierno es la preservación de los puestos de trabajo y la garantía de permanencia de los servicios públicos básicos como las pensiones, la sanidad o la educación. Tanto es así, que para el independentismo canadiense, las últimas elecciones federales se han convertido en la peor de sus pesadillas, comprobando como el Partido Conservador de Stephen Harper, en el poder desde el 2006, ha obtenido la mayoría absoluta por primera vez. Lo más llamativo ha sido que los independentistas del Bloque Quebequés han desaparecido en la práctica del mapa político canadiense, manteniendo tan sólo 4 escaños de los 49 que habían obtenido en los anteriores comicios de 2008. Severo varapalo propinado por una sociedad harta de recordar las cuitas de los abuelos.
A veces uno quisiera mudar en canadiense, pertenecer a una sociedad donde el gobierno sea lo de menos, con tal de que parezca aseado y gestione razonablemente la cuota impositiva. No necesitamos más. Lo que hoy tenemos es más distingo, más oneroso pacto con las perennes exigencias nacionalistas. Obviamente este no parece el camino de la recuperación, ni económica ni de cualquier otra índole, significa continuar la vía del oprobio y el dispendio del caudal público de todos los españoles, alguien, alguna vez, debería al menos plantearse las posibilidades de la variante canadiense, nada pasaría y seguramente ganaríamos mucho.
Será porque uno lleva cada vez peor esta cantinela de que gracias a la perennidad de ciertos papeles amarillos que señorean nuestra historia, el célebre palabro Fuero se nos recuerde día sí y el otro también, como eterna cantinela aparentemente inamovible, tan natural y asumida como el paso de las estaciones.
Fuero, demonios, fuero para quien suscribe no significa otra cosa que la constatación de la pervivencia del Antiguo Régimen entre nosotros. Fuero es privilegio por derecho de cuna o ubicación en el mapa. Se me puede decir lo que se quiera, pero uno soporta mal pensar que el día que la palme, su propia tendrá que pagar una pasta más o menos gansa a papá Estado en concepto de luctuosa patrimonial, entretanto, los aforados por leyes viejas y amejoradas se podrán gastar si les place los ahorros del aitá en ostras, caviar y champagne, porque así lo dice su papel amarillo.
Vamos, que sería cosa de preguntarle a tanto fervoroso patriota como anda suelto por qué les parece tan mal la autodeterminación de Cataluña o el País Vasco y tan bien la pervivencia de aforamientos entre el común de paganos y pecheros que andamos con el afán del IRPF a cuestas.
Aprovechando que estamos sumidos de lleno en el desaguisado autonómico, bien haríamos en replantear el asunto desde el principio, y ya que la pasta es la pasta, o se nos considera iguales a la hora de contribuir al sostenimiento del Leviatán, sea este jacobino, federal, confederal o medio pensionista o mejor será que cada quien se vaya por donde mejor le parezca, cada palo aguante su vela y Dios reparta suerte; algunos llevamos mal la servidumbre, aunque sea por irredenta, vencida y no convencida tradición. Alguna vez hemos de reconocerlo, lo que llamamos España siempre ha aparecido arrebujado entre una amalgama impertinente de leyes privativas y excepcionalidades. Si Olivares no consiguió nada con su Unión de Armas, si Utrecht pasó por nosotros sin que nosotros pasásemos por él, si 1812 consagró la fragmentaria cantinela de siempre y aún así no pudo evitar la carlistada ¿qué diablos esperamos conseguir hoy, cuando ni siquiera sabemos lo que queremos?
En el ínterin un ruego, déjense ya de fueros y mandangas de prebostes y gerifaltes de antaño, eso nada tiene que ver con la libertad, vivir en libertad significa disfrutar de los mismos derechos y responder de idénticas obligaciones, no el permanente “yo sí y tu no” en el que andamos metidos.