Juan Sempere y Guarinos o la miseria del Historicismo

El historiados Juan Granados da otra lección magistral de pasado y presente en las estructuras políticas y ejecutivas de España.

Mi buen amigo Rafael Herrera, que es filósofo y uno de esos hombres claros que tan difíciles de ver resultan por estos pagos, me envía muy gentilmente su libro Cádiz 1812, una edición crítica de dos ensayos constitucionales del pensador eldense Juan Sempere y Guarinos (1754-1830).

A Juan Sempere y Guarinos le ocurrió lo que a muchos, vivió el exilio como afrancesado, ¿Cómo no serlo, si había alcanzado la consciencia de que el primer liberalismo español, tanto como la resistencia absolutista, vivían anclados en el mito? No había lugar entonces, como nos señala Herrera, “para todos cuantos desde el primer momento lucharon por la creación de un sistema constitucional basado en el iusnaturalismo moderno”.

Es sabido que la cuestión venía de lejos. En realidad, se trata de un asunto general y constante en la Historia de la Administración, la permanente dialéctica entre lo gubernativo y lo contencioso y sus múltiples variables. En efecto, al menos desde la llegada de los Borbones al poder, aparece con claridad el interés por desarrollar las facultades ejecutivistas de la monarquía frente a las resistencias de los poderes tradicionales, de carácter togado y sinodal, consejos y audiencias, siempre amparados en la religión y la jurisprudencia de tradición milenaria para mantener sus privilegios, atribuciones y prerrogativas. Si esta dialéctica resultaba ya muy visible en el concierto europeo, no digamos nada del contexto hispano, donde fueros, privilegios y distingos de difícil justificación, informaban con su permanencia cualquier veleidad de igualdad de los ciudadanos ante la ley, que era lo que, aparentemente, se estaba dilucidando en la Isla de León, frente a la luminosa bahía de Cádiz, en 1812.

 

Para muestra nada como recurrir al lenguaje de la época para entender como “los poderes” surgidos más o menos espontáneamente tras los sucesos de Bayona, aludiendo claramente a la coyuntural orfandad de poder, pensaban más en casullas, crucifijos e hidalguías que en el sentido revolucionario de su acceso a la soberanía. Un simple análisis del tenor de sus proclamas, muestra bien a las claras cómo la ideología de las Juntas Provinciales  caminaba aún sólidamente unida a los principios ideológicos del Antiguo Régimen, cuando no a resabios puramente medievales, como sucedió, por cierto, con más de un artículo de la propia constitución de Cádiz, mucho más arcaizante, en este sentido, que la Carta Otorgada de Bayona, por paradójico que esto pueda parecer. Así, las menciones a la providencia divina, el desprecio étnico y el recuerdo constante al mito de la Reconquista frente al Islam, son lugares comunes en la documentación emanada de estas instituciones.

 

Tal vez por eso, la obra de Sempere, en su defensa de la realidad frente al mito, en su ataque a aquellas tautologías pseudogóticas de Martínez Marina, en su inteligente desprecio del historicismo, parece hoy tan moderna y necesaria. En la España del siglo XXI caminamos todavía miserablemente imbuidos en el marasmo identitario, en la mítica cutrería foral; o buscamos soluciones imaginativas o nunca alcanzaremos la mayoría de edad constitucional, y ya va  tardando, todos saben a qué me refiero.  Ya lo decía Popper, vivir del pasado, amén de estúpido, resulta un mal negocio, permítaseme pues que remate con una de sus más conocidas citas: La miseria del historicismo es, podríamos decir, una miseria e indigencia de imaginación. El historicismo recrimina continuamente a aquellos que no pueden imaginar un cambio en su pequeño mundo; sin embargo, parece que el historicista mismo tenga una imaginación deficiente, ya que no puede imaginar un cambio en las condiciones de cambio. (La miseria del historicismo, Alianza/Taurus, Madrid, 1981, p. 145.)