Breve referencia a los impuestos del pasado con la mirada puesta en el presente.
23 de mayo de 1845. Eran los tiempos de Narváez en el poder, al frente del liberalismo moderado. Por entonces un brillante ministro de Hacienda, Alejandro Mon, auxiliado por su incansable director general de rentas, Ramón Santillán, echó a andar la reforma fiscal más ambiciosa y más duradera de nuestra historia. Falta que hacía, hasta aquel momento el país se iba manteniendo a costa de la aplicación de las categorías fiscales heredadas del Antiguo Régimen, inarticuladas y la mayoría absurdas, que no ayudaban en nada al progreso del estado liberal. De hecho, y como venía siendo habitual, el estado se encontraba al borde de la bancarrota, la deuda alcanzaba ya los 2.500 millones de reales y se incrementaba en otros 200 a cada año que pasaba. Los funcionarios cobraban sus sueldos con un año de retraso y las clases pasivas con casi dos.
Ante aquel desastre, lo primero que planteó el binomio Mon-Santillán fue, amén de consolidar la deuda y garantizar su respaldo, iniciar un cambio impositivo radical, sustituyendo la nebulosa de impuestos vigentes por un sistema más racional, basado en la creación de una serie de cargas directas (contribución rústica, urbana y subsidio industrial y de comercio) y otras indirectas, señaladamente la de trasmisiones de bienes y la de consumos.
La propuesta era, sin duda, bastante sensata, aunque muy pronto se pudo comprobar que el sistema flaqueaba en uno de sus pilares. El impuesto de consumos, indirecto y por ello esencialmente injusto, gravaba severamente un buen número de artículos de uso cotidiano, las célebres “especies de comer, beber y arder”, que ponía por las nubes los precios finales de productos tan esenciales como los huevos, la leche, el aceite, el vino o la misma leña para la lumbre. Las entradas de las poblaciones se poblaron de fielatos y consumeros atentos al menor trasiego de mercancías, sortearlos llegó a ser algo así como el deporte nacional. Nunca un impuesto fue tan odiado, ni tan perjudicial para el comercio. No obstante, pervivió en el tiempo, bajo uno u otro nombre, a lo largo de nuestra historia. Los tumultos y revueltas contra este tipo de imposiciones se hicieron habituales en todas partes, con incendios de fielatos y asaltos a ayuntamientos.
En Galicia persiste todavía la memoria de los cacheos a los campesinos que acudían a vender sus productos a los pueblos y los motines que causaban estos actos. En 1892 las lecheras viguesas llegaron a ponerse en huelga en tanto no se bajase la tasa que debía soportar su mercancía, lo mismo hicieron las pescaderas de las rías y los vinateros del Ribeiro. Evidencias todas de hasta que punto la población consideraba repugnantes los consumos por su extrema regresividad que los hacía verdaderamente indefendibles.
De entonces a aquí, no ha mejorado el cartel de la imposición indirecta, no solo porque resulte evidente su falta de equidad ante fortunas y situaciones económicas muy diversas, sino también porque representan un permanente lastre al fluir económico, retrayendo el consumo, fomentando la economía sumergida y esclerotizando las relaciones comerciales. Subir hoy y nuevamente el IVA, sigue significando lo mismo, en nada nos ha de ayudar y más de uno sufrirá duramente el rigor del aumento sobre su medio de vida. Por mucho que el gobierno ponga por delante las demandas de la Troika para justificar unas necesidades que vienen del dispendio público y no de otra cosa, la subida del IVA seguirá siendo un mal apaño y claro ejemplo de cómo se utiliza la actividad presupuestaria como administradora de privilegios sin cuento, que no hará falta ni señalar. Permítanme, pues, que remate este artículo con una cita de Antonio Escohotado, que suena, ¿por qué no? A rebelión cívica: “En vez del “yo os salvo de vuestros enemigos”, divisa del Ancien Régime, las Constituciones comerciales prometen “yo os cubro de injerencias arbitrarias”. (Sesenta semanas en el Trópico)