Un interesante texto en el que se enmarca el carácter polifacético de Domingo de Andrade a través de las cartas intercambiadas con su amigo y protector, el Conde de Lemos.
Buscando pasto documental para otros fines, me encuentro casi sin querer con un extraordinario opúsculo (Mendizábal y Sáenz, 1987) que da a la luz una curiosísima carta dirigida por Domingo de Andrade al XI Conde de Lemos en 1696. Ya conocíamos, claro es, de la excelencia de su arquitectura, de cómo este brillante artífice nacido en Cee, llevó a la práctica desde su cargo como maestro de obras de la catedral de Santiago, muchas de las ideas del industrioso canónigo Vega y Verdugo, para provocar juntos la eclosión del primer Barroco compostelano. Sabíamos también de su conocimiento de los clásicos, desde León Bautista Alberti o Serlio hasta Caramuel, también de la profundidad teórica de aquel tratado estético y constructivo de su autoría que dio en llamar Excelencia, antigüedad y nobleza de la Arquitectura, pero creo que muy pocos conocían otras habilidades que demuestran lo lejos que estamos a veces de comprender las esencias del espíritu de modernidad que imbuía el primer Barroco, donde el saber era todo menos sectorial, aún no había compartimentación del conocimiento ni especialistas en nada y eso iban ganando en frescura y originalidad.
Hete aquí, entonces, que a través de la larga carta dirigida a su amigo y protector el Conde de Lemos, nos vamos enterando de que el bueno de Andrade había llegado a idear un tratadillo militar sobre sistemas de asedio y defensa, tintas invisibles y códigos criptográficos para uso de espías, unos polvos secretos que se podían emplear para hacer desaparecer textos comprometedores, una extraña Bola sorda o bomba silenciosa que caía por sorpresa sobre el enemigo e incluso ingenuas armas bacteriológicas avant la letre para ser usadas exclusivamente, eso sí, contra moros y herejes.
La secretísima fórmula para esta bomba destinada a diseminar la pestilencia en las plazas enemigas no tiene desperdicio: “Lo primero se cogen sapos, salamandras, culebras y víboras, las quales se echan en una olla, bien tapadas con un tiesto enlodado por todas partes para que no salga el humor y se ponen en un horno a fuego lento, conque se hagan polvo sin que se quemen demasiado” Una vez reducidos los bichejos a polvo y espinas se le añade a la mezcla alquitrán, azufre y pólvora en determinadas proporciones, se vuelca el resultado en la bomba y se sella con firmeza. Luego, no hay más que ponerle una mecha y usar un mortero convencional para disparar el ingenio ponzoñoso contra campo enemigo. Aunque claro, se debe tener mucho cuidado al manipular los humores infecciosos, pero Domingo de Andrade piensa en todo: “Al echarlo ha de haber cuidado para que el olfato de echarlo a sacarlo de las ollas no haga la operación con el que los echa dichos polvos en la bomba y para eso ha de usar de unos polvos contra veneno y lavatorio y en las partes que dixe en otro papel”. Que se sepa, nadie parece haber encontrado ese otro papel, tal vez sea mejor así.